Apenas me senté en la butaca del conductor, como es habitual, traté de posicionarla a mi gusto. Error. El reglaje de la misma está pensado para avanzar por terrenos agrestes, por lo tanto la posición de manejo es alta y cercana al volante, lejos de la ubicación ideal para mi osamenta. Hasta en la regulación más baja, es elevada y lo mismo sucede con el volante multifunción que no subía todo lo que deseaba. En fin, a todo uno se acostumbra porque el Clase G es así.

El confort de marcha en ciudad es el que corresponde a un vehículo de este tipo sin llegar a incomodar. Solo hay que estar atento a su tamaño y que su maniobrabilidad no es una de sus virtudes con un diámetro de giro cercano a los 14 metros. También se nota cierta sensibilidad a los vientos, algo entendible por la gran superficie lateral que ofrece importante resistencia eólica.

Además de circular por caminos complicados de barro o ripio cruel que es donde la transmisión envía el torque a las cuatro ruedas por igual gracias al bloqueo de los diferenciales, es inevitable tener que transitar por rutas de asfalto. En esas circunstancias, que no es su hábitat natural, es cuando afloran las limitaciones del Clase G en cuanto a su desempeño dinámico. Si bien puede desarrollar hasta 210 km/h, la velocidad promedio para obtener un comportamiento adecuado es de 140-150 km/h. Su altura (1,95 metros), trochas y centro de gravedad elevados le juegan en contra aumentado las inclinaciones de la carrocería

Por otra parte, la dirección a bolillas recirculantes dispone de un sistema que protege las manos del conductor en el caso de circular entre grandes piedras evitando que el volante produzca el efecto látigo que puede producir lesiones ósea en los dedos o muñeca. Esto deriva en que la respuesta de la dirección es algo pesada y respuesta lenta en caminos sinuosos.