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Figueras, la Patagonia y la increíble foto del adiós

La última nota que Figueras escribió para su columna es un relato de aventuras al mando de un 404 con el paisaje patagónico que lo hechizó y enamoró para siempre.

Esta nota me la mandó el lunes pasado, a la tarde. Y es una de las dos que el Colorado Figueras preparaba entre semana para su columna, que nosotros veníamos publicando sábados y domingos desde hace un tiempo. Claro, por razones obvias, esta semana no llegó a hacer la segunda… aunque escribió esta gran editorial horas antes de despedirse.

Tres cosas me llamaron poderosamente la atención del texto. Primero, que me lo haya mandado un lunes, cuando siempre me pasaba las notas más cerca del fin de semana. Segundo, que no me haya comentado antes sobre qué iba a escribir. Por supuesto, nunca sabré si era pura formalidad que me consultara o realmente le importaba mi opinión, pero tenía la costumbre de adelantarme algo, quizás simplemente para charlar un rato.

Tercero, y aclaro antes que entiendo que a los más incrédulos les puede parecer una mera casualidad, para mí no lo es. Como siempre, me pasó el texto por mail y me envió las fotos por WhatsApp, las dos que ilustran esta nota. Sin embargo, me remarcó que me mandaba una foto más por mail. Como yo sabía que recién en este momento iba a programar la nota para su columna, no vi la foto ese lunes, tampoco vi la foto el martes ni siquiera el miércoles… la vi recién el jueves, antes de salir para despedirlo por última vez. Se las dejo al final del texto y ustedes dirán si es casualidad o hay algo más detrás de esa simple y sencilla imagen.

1969: Cuando me enamoré de la Patagonia

Me cuesta creerlo pero pasaron 53 años. Mis viajes en auto hacia el sur no había llegado más allá de Bahía Blanca. En octubre de 1969 el Gran Premio de Turismo Internacional se disputaba en varias etapas rumbo a la Patagonia. Se trataba de una verdadera aventura ya que era la primera vez el ACA decidía rumbear a esa zona que distaba mucho de lo que es actualmente en cuanto a estado de los caminos y de la red vial en general.

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Después de Viedma se acababa el asfalto definitivamente y comenzaba el ripio hasta los confines del límite continental con Chile. Había esporádicas estaciones de servicio y la circulación era escasa debido a que pocos se atrevían a encarar esos caminos. Para ese viaje de cobertura periodística del GP fue Peugeot la que nos cedió un 404 y junto al Barba (Sánchez Ortega) que era mi compañero de travesía nos encargamos de conseguir todo lo necesario para evitar eventuales problemas en las desérticas rutas que consistía en un portaequipaje en el techo que albergaba un par de ruedas de auxilio, un bidón de veinte litros y un tanque suplementario de 100 litros ubicado en el baúl para disponer de suficiente autonomía acorde a la zona que íbamos a transitar. Los nuestros bolsos y los del fotógrafo (Mariolino Castellazo del staff de Editorial Abril) iban amontonados en el asiento trasero.

Nos adelantamos a la largada de la prueba saliendo un día antes pernoctando en Bahía Blanca y al día siguiente nos ubicamos en las cercanías de San Antonio Oeste sobre la R3 en un trayecto carente de asfalto en toda su extensión y que en esos años era como un pueblo del far west con calles de ripio polvoriento y espinillos cruzando las calles llevados por el viento que nos acompañaría durante todas las jornadas. A medida que avanzábamos tomé conciencia de la inmensidad de esa la Patagonia desconocida y real a la que pocos se atrevían. La vastedad del paisaje provocaba una extraña sensación de asombro y a la vez de desamparo.

La llegada a Trelew vino acompañada de una mala noticia que involucraba a un amigo personal y de Mario Vessuri (que corría con un Fiat 1500) que de inmediato abandonó el GP: Eddie Boyadjian había tenido una accidente fatal a poco de salir de  Bahía Blanca al reventarse un neumático delantero de su Torino 380W. De Trelew a Comodoro Rivadavia el camino era de ripio grueso con sectores sin huella lo que nos obligaba a cuidar los neumáticos de nuestro fiel 404. A nuestra izquierda cada tanto podíamos tener una postal del Atlántico Sur con sus aguas a veces teñidas de azul oscuro casi negras y otras grises, casi siempre fundiéndose en un horizonte de tono plomizo. La flora era casi inexistente y la fauna estaba compuesta por avestruces, guanacos y manadas de ovejas que cruzaban la ruta despreocupadas.

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El tercer tramo tenía como final Río Gallegos entrando previamente a Puerto Deseado donde los barcos pesqueros eran los únicos que copaban los muelles luego de descargar su preciada carga de langostinos, camarones y vieiras. El panorama no cambiaba, estepa desértica con elevaciones embrionarias y largas e interminables rectas de ripio que no permitían superar los 80-90 km/h para preservar el caucho y la integridad de las Fate 70. Ese Gran Premio dividía su recorridos de acuerdo a cada categoría, una iba hasta Tierra del Fuego, otra a Punta Arenas y la tercera a Rio Turbio. Decidimos quedarnos en la capital santacruceña haciendo un breve recorrido para ver pasar los autos hasta Monte Aymond (foto) límite de Argentina con Chile donde hay un puesto de Gendarmería y Aduana. El viento arrasaba como es habitual y un gendarme nos contaba que el personal era reemplazado cada seis meses porque el clima los alteraba a nivel psíquico. “Acá el viento no para nunca y hasta se filtra por puertas y ventanas con un silbido insoportable”, comentaba.

Una vez reagrupados en Río Gallegos donde permanecimos dos noches (breve escapada al Glaciar) tomamos nota de la cantidad de la comunidad británica que estaba establecidos en Santa Cruz,  propietarios de grandes extensiones dedicadas a la cría de ganado ovino, explotación que rendía sus frutos por esos años. Incluso se reunían puntualmente en el Club Británico (aún existe) sobre la calle principal de la ciudad donde disfrutaban del infaltable “five o clock tea”.

De vuelta hacia el norte el panorama cambió radicalmente. De las imágenes desérticas pasamos a transitar a lo largo de la cordillera a nuestra izquierda zona donde abundan los bosques, verdes valles, lagos y arroyos que cruzaban la R40. Casi al dejar atrás el límite norte de la provincia de Santa Cruz pasamos por Perito Moreno siempre por caminos de ripio que mostraban la necesidad imperiosa que pasara una Champion, aunque eso pasaba a segundo plano ante un panorama espectacular y un cielo que solo se da en la Patagonia donde los celeste se funden con amarillos, naranjas y violáceos como salidos de la genial paleta de Van Gogh. Dos ojos no alcanzaban para grabar en nuestra retina ese paisaje inigualable, exclusivo patrimonio patagónico. Dejamos atrás Gobernador Costa, Esquel, El Bolsón y finalmente llegamos a la turística y civilizada Bariloche. Al día siguiente transitamos a ritmo de paseo por el Camino de los Siete Lagos, pasando por la ya pujante San Martín y Junín de los Andes, Zapala y de allí al final del GP en Santa Rosa, La Pampa. Como información deportiva adicional vale destacar que lo ganó “Larry” (Alberto Rodríguez Larreta), talentoso piloto, con un Torino 380W

Gracias a mi actividad pude descubrir uno de los lugares de Argentina que me ”flechó” para el resto de mi vida. A tal punto que a partir de esos días inolvidables cada vez que tuve oportunidad –y los lectores de auto test son testigos de los operativos realizados- puse proa a la Patagonia para conocer  otros lugares a derecha e izquierda de la R3 como Península Valdés, Puerto Lobos (antigua Ruta 1 que era la usada por los que traían contrabando y autos americanos desde Ushuaia ciudad libre de impuestos), Camarones, Puerto San Cruz y San Julián o tomar la ruta provincial 9 y seguir los meandros del caudaloso Rio Santa Cruz que nace en el glaciar Perito Moreno y desemboca en el Atlántico o dejar la R40 para gozar de los atardeceres en el lago Viedma, Buenos Aires cerca de Los Antiguos o Laguna del Desierto.

No podría elegir entre la Patagonia Marítima y la Cordillerana, son tan diferentes como fascinantes y seductoras, ambas transmiten un hechizo inexplicable pero real que caló profundo en mi persona  hace más de un cinco décadas y que como el canto de las sirenas me obligó a vivir ese misterioso hechizo una y otra vez.

Por Carlos F. Figueras

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